Si decidimos decantar nuestros esfuerzos, para alcanzar
la felicidad, a la prevención del dolor, la opción más radical
consiste en el aislamiento, en la protección a través del
distanciamiento del temible mundo exterior, con el fin de erradicar
cualquier posible sufrimiento proveniente de las relaciones humanas.
Otra alternativa menos drástica estriba en la ataque y el
sometimiento de la naturaleza por la voluntad del hombre en busca de
un beneficio común de la sociedad. Aunque para Freud la más
interesante de las prevenciones reside en el consumo de químicos que
alteran nuestro estado perceptivo, impidiendo que sintamos cualquier
fuente de displacer. Esta protección que se obtiene gracias a la
ingesta de estupefacientes es inmediata y se encuentra muy extendida,
desde el uso indiscriminado de medicamentos en el recetario médico,
hasta el consumo descontrolado de drogas.
En estas últimas décadas se ha encontrado otra
alternativa, a la prevención del dolor y el sufrimiento, que
consiste en la anulación o la mitigación de los instintos más
básicos, groseros y primarios. Esta opción rebaja el impacto
negativo que supone no satisfacer dichos instintos, aunque por otro
lado nos imposibilita alcanzar el alto grado de felicidad que nos
proporciona su cumplimiento. Para realizar esta anulación o
disminución de los instintos se ha recurrido a las filosofías
orientales y a prácticas como el yoga, con el único deseo de ganar
el reposo absoluto.
El arte también forma parte de esta lista, propuesta
por el señor Freud, como un narcótico momentáneo para el dolor. Su
mundo de fantasía y de imaginación proporcionan un oasis que
permite al espectador alejarse brevemente de las situaciones reales
que tanta frustración y malestar le producen. Según Freud, esta
alternativa es viable siempre y cuando exista el papel del artista,
un sujeto que serviría como enlace entre la realidad y el mundo de
la imaginación. Freud sitúa la figura de artista al nivel de un
chamán, de un individuo capaz de trasladar a sus homónimos a otro
mundo y de proporcionarles unos instantes de placer.
La más radical de las decisiones que un ser humano
puede tomar contra el sufrimiento consiste en situar su origen en la
realidad exterior, surgiendo de esta manera la figura del ermitaño.
El aislamiento total nunca le podrá proporcionar la felicidad, pues
la realidad es mucho más fuerte y acabará por imponerse a su mundo
personal. Una desviación de esta actitud se manifiesta en las
comunidades que abandonan su felicidad a una fantasía que no se
corresponde con nada de esta realidad, como puede ser el caso de las
religiones, con sus fanáticos ciegos a cualquier indicio de falsedad
que pueda surgir en los dogmas que practican.
El último y tal vez es el más popular de todos los
caminos que recorremos en busca de la felicidad es el amor. A través
del enamoramiento encontramos e intentamos proporcionar el placer
junto a otro ser querido, aunque ninguna de las otras opciones nos
sitúa de manera tan desprotegida ante el sufrimiento, ante el dolor
que produce el abandono del ser querido. Por lo tanto la
centralización del placer en el amor supone un gran riesgo para la
protección emocional de un individuo, pues al mismo tiempo que es
capaz de procurarte un tiempo placentero puede también hundirte en
un limbo de penas y angustias que acrecentarán el dolor y el
displacer.
Una vez analizados algunos de los caminos que nos llevan
hacia el placer, cabe afirmar que ninguno de ellos nos asegura la
total e imperecedera felicidad. Algunos de ellos se sitúan en el
campo de la búsqueda del placer, asumiendo los riesgos que ello
conlleva, mientras otros tratan de huir de la fuente del dolor, pero
ninguno ellos, de forma aislada, debe conformar la única opción
para alcanzar la felicidad. Freud entiende que la mejor manera de
conseguir este fin consiste en la flexibilidad emocional, intentando
abarcar las mayores alternativas posibles. Entre ellas se encuentra
la religión que tanto detesta Freud, una opción llena de normas
represoras que lo único que consiguen es, bajo sus anticuados
dogmas, la infantilización de las mentes de sus devotos para obtener
una unificación e intentar evitar la psicosis individual, aunque
cabría preguntarse si esta psicosis de la que habla Freud no se
produce de manera colectiva.
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