domingo, 22 de enero de 2012

Ni obras maestras ni entretenimiento


Artaud por Man Ray
La denominación de “obra maestra” ha causado gran cantidad de problemas y confusiones a la
hora de estudiar y percibir los trabajos de muchos artistas, pues este término sirve para discriminar y clasificar cuales son las obras que merecen ser conservadas y admiradas. Sin embargo, Antonin Artaud, mantenía que cualquier tipo de expresión, corporal, musical, literaria o plástica, acabará por consumirse y desaparecer, se agotará y se destruirá para que posteriormente se pueda volver a empezar de nuevo, razón por la cual no tiene sentido seguir alimentando este tipo de clasificación. La importancia recaería entonces en la búsqueda de una manera de contar algo de forma directa, sin elitismos, con una sensibilidad actual y de manera comprensible. Según Artaud, la expresión, tanto a través de las palabras como de las formas, una vez utilizadas quedan inservibles, por ello su admiración por el teatro es absoluta, pues es el lugar donde nunca se puede repetir el mismo gesto. La idolatría hacia las obras maestras es considerada por Artaud como un síntoma del conformismo burgués, que ha conseguido confundir lo sublime, las Ideas y las cosas con las formas que han ido tomando en el tiempo, construyendo de esta forma una mentalidad snob, preciosista y esteta.

La visión que tenemos en Occidente del teatro como un arte menor ha sido provocada por la noción descriptiva y narrativa impuesta en el Renacimiento, realizando representaciones donde el público pudiera reconocerse y entretenerse, abandonando la idea de crear imágenes y formas que los transformaran y llegaran a producirles cicatrices que se llevarían a su casa una vez acabadas las representaciones. Artaud piensa que el teatro psicológico se vuelve un teatro de voyeurs y acabará convirtiéndose en podredumbre y revolución, señalando como culpables de dicha situación a dramaturgos como Shakespeare. La idea del arte por el arte, ajeno a la vida, o lo que es lo mismo, el arte concebido como entretenimiento y ocio, es una idea que nos llevará a la decadencia, ya que mientras el arte entra en un proceso de ensimismamiento, la vida sigue irremediablemente su camino. Si la vida no se detiene, es evidente que la admiración por lo que ya ha sido creado tan sólo conseguirá petrificarnos, insensibilizándonos ante las fuerzas subyacentes, impidiéndonos al mismo tiempo tomar conciencia de una fuerza vital que nunca se detiene.

Otra de las afirmaciones que Artaud mantiene es la destrucción, la anulación, el desprendimiento
de un arte egoísta que tan sólo beneficia al que lo crea, intentando producir un arte que beneficie principalmente al que lo recibe. Su “Teatro de la crueldad” no implica la presencia de sangre o desmembramiento de cuerpos, simplemente se trata de un teatro difícil de presenciar y que nos muestra la mayor crueldad de todas, nos recuerda que no somos libres. Artaud quiere recuperar el conocimiento físico de las imágenes y de los medios de inducir al trance a través del teatro. Para conseguir esta recuperación es necesario adquirir, a través de la observación y la investigación de los rituales y las tradiciones, un conocimiento de lo antiguo, donde los gestos eran utilizados como pequeñas llaves que permitieran acceder a otros estados de conciencia, donde los movimientos facilitaran la transformación de aquellos que los realizaban, e incluso a aquellos que los observaban.
Artaud creía que se podía recurrir a la idea, esencialmente mágica, de curación a través de la mímesis del gesto, tal y como pensaban algunos chamanes que se podía curar un enfermo simulando el estado exterior de un sano. Es claro el posicionamiento que Artaud mantiene ante el teatro, y el resto de las artes, insistiendo en el carácter curativo y transformador que deberían tener. No cabe duda de la importancia que recae, dentro de esta visión, en el gesto y en su poder de comunicación y de mimetismo mágico. Esta idea también se puede ver reflejada en los textos que Lecoq utiliza para explicar su pedagogía teatral, insistiendo repetidas veces en la trascendencia que tiene la capacidad de convertirse en aquello que se representa. El actor nunca debería preocuparse por imitar, sino en convertirse en aquello que pretende representar, entendiendo esta acción como un volver a traer, a presentar al público algo o a alguien como lo verdadero. No se trataría de un engaño de ilusionista que sirviera para confundir al espectador haciéndole creer que aquello que está viendo es real, sino que el actor se transformara realmente en aquello que representa.

En definitiva podemos ver a Artaud como un paladín del siglo XX, un visionario que pretendía liberar al arte de los carroñeros que se lo disputan, tanto los burgueses acomodados, que pretendían crear un imperio de viejas glorias a las que llamar obras de arte, como a los intelectuales que alimentaban a la industria del entretenimiento, creando espectadores pasivos y transformándolos en recipientes para ideas banales y cotidianas. Artaud se erige como una especie de ser salvador, como un profeta que viene a liberarnos de nuestra malograda existencia, a despertarnos de un sueño mortecino para devolvernos la energía vital. 


 

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