domingo, 22 de enero de 2012

Bienestar y placer

En muchos casos el problema que se interpone entre la felicidad y el ser humano son los cánones falsos que se autoimponen los sujetos. El deseo de poder, éxito o dinero, entorpece la visión de muchas “almas” incapaces de saborear lo verdaderamente importante, lo esencial para alcanzar el bienestar.


Para Freud es más que evidente la existencia nada más nacer de un “yo” que aprende poco a poco, y gracias a la comprensión de los estímulos originados por nuestro cuerpo, a diferenciarse del mundo exterior. Hacia el interior del sujeto se encuentra el “ello”, una parcela psíquica que acoge nuestros deseos más profundos. Tendemos a pensar que tanto el “yo” como el “ello” son la fuente del placer, mientras que en lo externo encontramos las causas del displacer. Pensar de esta manera nos puede producir un error a la hora de asimilar y comprender nuestro estado de satisfacción, luchando contra el displacer que proviene del interior de la misma forma que si viniese del exterior, a lo que Freud denomina patología.


Debido a las dificultades y a la pesadez que nos impone la vida, el ser humano está obligado a buscar métodos que le ayuden a mitigar esta carga. Principalmente se pueden encontrar tres: una gran distracción que nos haga olvidar nuestra miseria, satisfacciones sustitutivas, como puede ser el arte y sus ilusiones, y los narcóticos que influyen en nuestro organismo. La religión debe estar justificada por uno de estos métodos, aunque no esté claro cual. Tal vez su existencia sólo sea necesaria para justificar la idea de superioridad que posee el ser humano sobre el resto de seres de este mundo. El sistema religioso legitimaría de esta manera que la vida humana tiene un objeto de existir, tiene una finalidad concreta, a diferencia de los animales y las plantas que son inmanentes a este mundo. Esta visión acerca de la finalidad del ser humano posiblemente venga derivada por la tendencia humana a cosificar todo lo que le rodea, de otorgarle una funcionalidad, y por lo tanto, como diría Georges Bataille, de convertirlo en un objeto.


Abandonando la cuestión religiosa, parece claro que el deseo y la finalidad que busca el ser humano consiste en alcanzar la felicidad. Para conseguir tal propósito el sujeto tiene dos opciones: evitar el displacer e intentar alcanzar aquello que le proporcione sensaciones placenteras. La obtención de placer viene dada al satisfacer ciertas necesidades que habrían elevado el nivel de tensión del sujeto al acumularse, por lo que una obtención continua de dicho deseo acabaría por disminuir su efecto, y por lo tanto el de felicidad. El sufrimiento, sin embargo, no nos resulta tan difícil de alcanzar. Las desgracias y el dolor pueden proceder de nuestro propio cuerpo, destinado a la decadencia, de un exterior capaz de destruirnos, como los desastres naturales o las enfermedades, o puede proceder de otro semejante, considerándolo este dolor como el mayor de ellos. En vista de esta situación sólo podemos decidir en donde situar el umbral de felicidad, si en la ausencia de dolor y desastres o en los intentos por alcanzar aquellas sensaciones placenteras que tanto deseamos.

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